Estos días parece inevitable escribir algo sobre Barack Obama, el nuevo y flamante presidente de los Estados Unidos. El primer afroamericano (¡nunca mejor dicho!) que llega a la presidencia de la primera potencia mundial. Ciertamente, es éste un hecho histórico, por muy devaluada que esté ultimamente dicha expresión.
Los Estados Unidos se construyeron con la esclavitud como elemento fundamental de la vida política y económica de la Unión. Hecho peculiar del Sur, efectivamente, pero igualmente fundamental (y no tan peculiar sólo del Sur en sus inicios). Hasta la Guerra de Secesión el equilibrio entre los estados esclavistas y los libres fue un elemento de tensión constante, que llevó a diversos “compromisos” para que ninguna de las partes sobrepasara a la otra, con tristes concesiones del Norte, como la ley que obligaba a devolver a sus dueños a todo esclavo fugitivo. Y cuando el Norte derrotó a la Confederación en una guerra que se había convertido en una guerra total antiesclavista, los proyectos de reconstrucción radical del sur fracasaron, dando lugar a la segregación. Una segregación, recordémoslo, no solo de hecho sino también de derecho en muchos estados. Tal situación no comenzó a cambiar hasta la década de 1960, con el movimiento en pro de los derechos civiles. Y aún en la actualidad perviven importantes diferencias entre las poblaciones blancas y negras.
De ahí que la elección de Obama, por mucho que su madre fuera blanca, es un símbolo impresionante. Un símbolo de lo que se ha avanzado en la convivencia entre grupos distintos en un país tan tremendamente diverso. Y un símbolo para el futuro, que destruye barreras existentes aún.
El tiempo dirá si Obama cumple las múltiples promesas que ha hecho para llegar a la Casa Blanca. Y el tiempo dirá si da satisfacción a las enormes (y probablemente excesivas) expectativas que ha levantado. Pero aunque hubiera perdido por un puñado de votos, estas elecciones presidenciales ya serían muy destacables. Su victoria las ha hecho entrar en la historia.